José Cadalso – Cartas Marruecas I-VI (1789)




Cartas escritas por un moro llamado Gazel Ben–Aly, a Ben–Beley, amigo suyo, sobre los usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos, con algunas respuestas de Ben–Beley, y otras cartas relativas a éstas




Carta I
Gazel a Ben–Beley 


He logrado quedarme en España después del regreso de nuestro embajador, como lo deseaba muchos días ha, y te lo escribí varias veces durante su mansión en Madrid. Mi ánimo era viajar con utilidad, y este objeto no puede siempre lograrse en la comitiva de los grandes señores, particularmente asiáticos y africanos. Éstos no ven, digámoslo así, sino la superficie de la tierra por donde pasan; su fausto, los ningunos antecedentes por donde indagar las cosas dignas de conocerse, el número de sus criados, la ignorancia de las lenguas, lo sospechosos que deben ser en los países por donde caminan, y otros motivos, les impiden muchos medios que se ofrecen al particular que viaja con menos nota.
Me hallo vestido como estos cristianos, introducido en muchas de sus casas, poseyendo su idioma, y en amistad muy estrecha con un cristiano llamado Nuño Núñez, que es hombre que ha pasado por muchas vicisitudes de la suerte, carreras y métodos de vida. Se halla ahora separado del mundo y, según su expresión, encarcelado dentro de sí mismo. En su compañía se me pasan con gusto las horas, porque procura instruirme en todo lo que pregunto; y lo hace con tanta sinceridad, que algunas veces me dice: «De eso no entiendo»; y otras: «De eso no quiero entender». Con estas proporciones hago ánimo de examinar no sólo la corte, sino todas las provincias de la Península. Observaré las costumbres de este pueblo, notando las que le son comunes con las de otros países de Europa, y las que le son peculiares. Procuraré despojarme de muchas preocupaciones que tenemos los moros contra los cristianos, y particularmente contra los españoles. Notaré todo lo que me sorprenda, para tratar de ello con Nuño y después participártelo con el juicio que sobre ello haya formado.
Con esto respondo a las muchas que me has escrito pidiéndome noticias del país en que me hallo. Hasta entonces no será tanta mi imprudencia que me ponga a hablar de lo que no entiendo, como lo sería decirte muchas cosas de un reino que hasta ahora todo es enigma para mí, aunque me sería esto muy fácil: sólo con notar cuatro o cinco costumbres extrañas, cuyo origen no me tomaría el trabajo de indagar, ponerlas en estilo suelto y jocoso, añadir algunas reflexiones satíricas y soltar la pluma con la misma ligereza que la tomé, completaría mi obra, como otros muchos lo han hecho.
Pero tú me enseñaste, oh mi venerado maestro, tú me enseñaste a amar la verdad. Me dijiste mil veces que faltar a ella es delito aun en las materias frívolas. Era entonces mi corazón tan tierno, y tu voz tan eficaz cuando me imprimiste en él esta máxima, que no la borrará la sucesión de los tiempos.
Alá te conserve una vejez sana y alegre, fruto de una juventud sobria y contenida, y desde África prosigue enviándome a Europa las saludables advertencias que acostumbras. La voz de la virtud cruza los mares, frustra las distancias y penetra el mundo con más excelencia que la luz del sol, pues esta última cede parte de su imperio a las tinieblas de la noche, y aquélla no se oscurece en tiempo alguno. ¿Qué será de mí en un país más ameno que el mío, y más libre, si no me sigue la idea de tu presencia, representada en tus consejos? Ésta será una sombra que me seguirá en medio del encanto de Europa; una especie de espíritu tutelar que me sacará de la orilla del precipicio; o como el trueno, cuyo estrépito y estruendo detiene la mano que iba a cometer el delito.


Carta II
Del mismo al mismo 


Aún no me hallo capaz de obedecer a las nuevas instancias que me haces sobre que te remita las observaciones que voy haciendo en la capital de esta vasta monarquía. ¿Sabes tú cuántas cosas se necesitan para formar una verdadera idea del país en que se viaja? Bien es verdad que, habiendo hecho varios viajes por Europa, me hallo más capaz, o por mejor decir, con menos obstáculos que otros africanos; pero aun así, he hallado tanta diferencia entre los europeos que no basta el conocimiento de uno de los países de esta parte del mundo para juzgar de otros estados de la misma. Los europeos no parecen vecinos: aunque la exterioridad los haya uniformado en mesas, teatros y paseos, ejército y lujo, no obstante las leyes, vicios, virtudes y gobierno son sumamente diversos y, por consiguiente, las costumbres propias de cada nación.
Aun dentro de la española, hay variedad increíble en el carácter de sus provincias. Un andaluz en nada se parece a un vizcaíno; un catalán es totalmente distinto de un gallego; y lo mismo sucede entre un valenciano y un montañés. Esta península, dividida tantos siglos en diferentes reinos, ha tenido siempre variedad de trajes, leyes, idiomas y moneda. De esto inferirás lo que te dije en mi última sobre la ligereza de los que por cortas observaciones propias, o tal vez sin haber hecho alguna, y sólo por la relación de viajeros poco especulativos, han hablado de España.
Déjame enterar bien en su historia, leer sus autores políticos, hacer muchas preguntas, muchas reflexiones, apuntarlas, repasarlas con madurez, tomar tiempo para cerciorarme en el juicio que formé de cada cosa, y entonces prometo complacerte. Mientras tanto no hablaré en mis cartas sino de mi salud, que te ofrezco, y de la tuya que deseo completa, para enseñanza mía, educación de tus nietos, gobierno de tu familia y bien de todos los que te conozcan y traten.

Carta III
Del mismo al mismo 


En los meses que han pasado desde la última que te escribí, me he impuesto en la historia de España. He visto lo que de ella se ha escrito desde tiempos anteriores a la invasión de nuestros abuelos y su establecimiento en ella.
Como esto forma una serie de muchos años y siglos, en cada uno de los cuales han acaecido varios sucesos particulares, cuyo influjo ha sido visible hasta en los tiempos presentes, el extracto de todo esto es obra muy larga para remitida en una carta, y en esta especie de trabajos no estoy muy práctico. Pediré a mi amigo Nuño que se encargue de ello y te lo remitiré. No temas que salga de sus manos viciado el extracto de la historia del país por alguna preocupación nacional, pues le he oído decir mil veces que, aunque ama y estima a su patria por juzgarla dignísima de todo cariño y aprecio, tiene por cosa muy accidental el haber nacido en esta parte del globo, o en sus antípodas, o en otra cualquiera.
En este estado quedó esta carta tres semanas ha, cuando me asaltó una enfermedad en cuyo tiempo no se apartó Nuño de mi cuarto; y haciéndole en los primeros días el encargo arriba dicho, lo desempeñó luego que salí del peligro. En mi convalecencia me lo leyó, y lo hallé en todo conforme a la idea que yo mismo me había figurado; te lo remito tal cual pasó de sus manos a las mías. No lo pierdas de vista mientras durare el tiempo de que nos correspondamos sobre estos asuntos, por ser ésta una clave precisa para el conocimiento del origen de todos los usos y costumbres dignos de la observación de un viajero como yo, que ando por los países de que escribo, y del estudio de un sabio como tú, que ves todo el orbe desde tu retiro.
«La península llamada España sólo está contigua al continente de Europa por el lado de Francia, de la que la separan los montes Pirineos. Es abundante en oro, plata, azogue, piedras, aguas minerales, ganados de excelentes calidades y pescas tan abundantes como deliciosas. Esta feliz situación la hizo objeto de la codicia de los fenicios y otros pueblos. Los cartagineses, parte por dolo y parte por fuerza, se establecieron en ella; y los romanos quisieron completar su poder y gloria con la conquista de España, pero encontraron una resistencia que pareció tan extraña como terrible a los soberbios dueños de lo restante del mundo. Numancia, una sola ciudad, les costó catorce años de sitio, la pérdida de tres ejércitos y el desdoro de los más famosos generales; hasta que, reducidos los numantinos a la precisión de capitular o morir, por la total ruina de la patria, corto número de vivos y abundancia de cadáveres en las calles (sin contar los que habían servido de pasto a sus conciudadanos después de concluidos todos sus víveres), incendiaron sus casas, arrojaron sus niños, mujeres y ancianos en las llamas, y salieron a morir en el campo raso con las armas en la mano. El grande Escipión fue testigo de la ruina de Numancia, pues no puede llamarse propiamente conquistador de esta ciudad; siendo de notar que Lúculo, encargado de levantar un ejército para aquella expedición, no halló en la juventud romana recluta que llevar, hasta que el mismo Escipión se alistó para animarla. Si los romanos conocieron el valor de los españoles como enemigos, también experimentaron su virtud como aliados. Sagunto sufrió por ellos un sitio igual al de Numancia, contra los cartagineses; y desde entonces formaron los romanos de los españoles el alto concepto que se ve en sus autores, oradores, historiadores y poetas. Pero la fortuna de Roma, superior al valor humano, la hizo señora de España como de lo restante del mundo, menos algunos montes de Cantabria, cuya total conquista no consta de la historia de modo que no pueda revocarse en duda. Largas revoluciones inútiles de contarse en este paraje trajeron del Norte enjambres de naciones feroces, codiciosas y guerreras, que se establecieron en España. Pero con las delicias de este clima tan diferente del que habían dejado, cayeron en tal grado de afeminación y flojedad, que a su tiempo fueron esclavos de otros conquistadores venidos de Mediodía. Huyeron los godos españoles hasta los montes de una provincia hoy llamada Asturias, y apenas tuvieron tiempo de desechar el susto, llorar la pérdida de sus casas y ruina de su reino, cuando volvieron a salir mandados por Pelayo, uno de los mayores hombres que naturaleza ha producido.
»Desde aquí se abre un teatro de guerras que duraron cerca de ocho siglos. Varios reinos se levantaron sobre la ruina de la monarquía goda española, destruyendo el que querían edificar los moros en el mismo terreno, regado con más sangre española, romana, cartaginesa, goda y mora de cuanto se puede ponderar con horror de la pluma que lo escriba y de los ojos que lo vean escrito. Pero la población de esta península era tal que, después de tan largas y sangrientas guerras, aún se contaban veinte millones de habitantes en ella. Incorporáronse tantas provincias tan diferentes en dos coronas, la de Castilla y la de Aragón, y ambas en el matrimonio de don Fernando y doña Isabel, príncipes que serán inmortales entre cuantos sepan lo que es gobierno. La reforma de abusos, aumento de las ciencias, humillación de los soberbios, amparo de la agricultura, y otras operaciones semejantes, formaron esta monarquía. Ayudoles la naturaleza con un número increíble de vasallos insignes en letras y armas, y se pudieron haber lisonjeado de dejar a sus sucesores un imperio mayor y más duradero que el de la Roma antigua (contando las Américas nuevamente descubiertas), si hubieran logrado dejar su corona a un heredero varón. Negoles el cielo este gozo a trueque de tantos como les había concedido, y su cetro pasó a la casa de Austria, la cual gastó los tesoros, talentos y sangre de los españoles por las continuas guerras que, así en Alemania como en Italia, tuvo que sostener Carlos I de España, hasta que cansado de sus mismas prosperidades, o tal vez conociendo con prudencia la vicisitud de las cosas humanas, no quiso exponerse a sus reveses y dejó el trono a su hijo don Felipe II.
»Este príncipe, acusado por la emulación de ambicioso y político como su padre, pero menos afortunado, siguiendo los proyectos de Carlos, no pudo hallar los mismos sucesos aun a costa de ejércitos, armadas y caudales. Murió dejando su pueblo extenuado con las guerras, afeminado con el oro y plata de América, disminuido con la población de un mundo nuevo, disgustado con tantas desgracias y deseoso de descanso. Pasó el cetro por las manos de tres príncipes menos activos para manejar tan grande monarquía, y en la muerte de Carlos II no era España sino el esqueleto de un gigante».
Hasta aquí mi amigo Nuño. De esta relación inferirás como yo: primero, que esta península no ha gozado una paz que pueda llamarse tal en cerca de dos mil años, y que por consiguiente es maravilla que aún tengan hierba los campos y aguas sus fuentes, ponderación que suele hacer Nuño cuando se habla de su actual estado; segundo, que habiendo sido la religión motivo de tantas guerras contra los descendientes de Tarif, no es mucho que sea objeto de todas sus acciones; tercero, que la continuación de estar con las armas en la mano les haya hecho mirar con desprecio el comercio e industria mecánica; cuarto, que de esto mismo nazca lo mucho que cada noble en España se envanece de su nobleza; quinto, que los muchos caudales adquiridos rápidamente en las Indias distraen a muchos de cultivar las artes mecánicas en la península y de aumentar su población.
Las demás consecuencias morales de estos eventos políticos irás notando en las cartas que escribiré sobre estos asuntos.

Carta IV
Del mismo al mismo 


Los europeos del siglo presente están insufribles con las alabanzas que amontonan sobre la era en que han nacido. Si los creyeras, dirías que la naturaleza humana hizo una prodigiosa e increíble crisis precisamente a los mil y setecientos años cabales de su nueva cronología. Cada particular funda una vanidad grandísima en haber tenido muchos abuelos no sólo tan buenos como él, sino mucho mejores, y la generación entera abomina de las generaciones que le han precedido. No lo entiendo.
Mi docilidad aun es mayor que su arrogancia. Tanto me han dicho y repetido de las ventajas de este siglo sobre los otros, que me he puesto muy de veras a averiguar este punto. Vuelvo a decir que no lo entiendo; y añado que dificulto si ellos se entienden a sí mismos.
Desde la época en que ellos fijan la de su cultura, hallo los mismos delitos y miserias en la especie humana, y en nada aumentadas sus virtudes y comodidades. Así se lo dije con mi natural franqueza a un cristiano que el otro día, en una concurrencia bastante numerosa, hacía una apología magnífica de la edad, y casi del año, que tuvo la dicha de producirle. Espantose de oírme defender la contraria de su opinión; y fue en vano cuanto le dije, poco más o menos del modo siguiente:
«No nos dejemos alucinar de la apariencia, y vamos a lo sustancial. La excelencia de un siglo sobre otro creo debe regularse por las ventajas morales o civiles que produce a los hombres. Siempre que éstos sean mejores, diremos también que su era es superior en lo moral a la que no produjo tales proporciones; entendiéndose en ambos casos esta ventaja en el mayor número. Sentado este principio, que me parece justo, veamos ahora qué ventajas morales y civiles tiene tu siglo de mil setecientos sobre los anteriores. En lo civil, ¿cuáles son las ventajas que tiene? Mil artes se han perdido de las que florecieron en la antigüedad; y las que se han adelantado en nuestra era, ¿qué producen en la práctica, por mucho que ostenten en la especulativa? Cuatro pescadores vizcaínos en unas malas barcas hacían antiguamente viajes que no se hacen ahora sino rara vez y con tantas y tales precauciones que son capaces de espantar a quien los emprende. De la agricultura, la medicina, ¿sin preocupación no puede decirse lo mismo?
»Por lo que toca a las ventajas morales, aunque la apariencia favorezca nuestros días, en la realidad ¿qué diremos? Sólo puedo asegurar que este siglo tan feliz en tu dictamen ha sido tan desdichado en la experiencia como los antecedentes. Quien escriba sin lisonja la historia, dejará a la posteridad horrorosas relaciones de príncipes dignísimos destronados, quebrantados tratados muy justos, vendidas muchas patrias dignísimas de amor, rotos los vínculos matrimoniales, atropellada la autoridad paterna, profanados juramentos solemnes, violado el derecho de hospitalidad, destruida la amistad y su nombre sagrado, entregados por traición ejércitos valerosos; y sobre las ruinas de tantas maldades levantarse un suntuoso templo al desorden general.
»¿Qué se han hecho esas ventajas tan jactadas por ti y por tus semejantes? Concédote cierta ilustración aparente que ha despojado a nuestro siglo de la austeridad y rigor de los pasados; pero, ¿sabes de qué sirve esta mutación, este oropel que brilla en toda Europa y deslumbra a los menos cuerdos? Creo firmemente que no sirve más que de confundir el orden respectivo, establecido para el bien de cada estado en particular.
»La mezcla de las naciones en Europa ha hecho admitir generalmente los vicios de cada una y desterrar las virtudes respectivas. De aquí nacerá, si ya no ha nacido, que los nobles de todos los países tengan igual despego a su patria, formando entre todos una nación separada de las otras y distinta en idioma, traje y religión; y que los pueblos sean infelices en igual grado, esto es, en proporción de la semejanza de los nobles. Síguese a esto la decadencia general de los estados, pues sólo se mantienen los unos por la flaqueza de los otros, y ninguno por fuerza suya o propio vigor. El tiempo que tardan las cortes en uniformarse exactamente en lujo y relajación tardarán también las naciones en asegurarse las unas de la ambición de las otras: y este grado de universal abatimiento parecerá un apetecible sistema de seguridad a los ojos de los políticos afeminados; pero los buenos, los prudentes, los que merecen este nombre, conocerán que un corto número de años las reducirá todas a un estado de flaqueza que les vaticine pronta y horrorosa destrucción. Si desembarcasen algunas naciones guerreras y desconocidas en los dos extremos de Europa, mandadas por unos héroes de aquellos que produce un clima, cuando otro no da sino hombres medianos, no dudo que se encontrarían en la mitad de Europa, habiendo atravesado y destruido un hermosísimo país. ¿Qué obstáculos hallarían de parte de sus habitantes? No sé si lo diga con risa o con lástima: unos ejércitos muy lucidos y simétricos sin duda, pero debilitados por el peso de sus pasiones y mandados por generales en quienes hay menos de lo que se requiere de aquel gran estímulo de un héroe, a saber, el patriotismo. Ni creas que para detener semejantes irrupciones sea suficiente obstáculo el número de las ciudades fortificadas. Si reinan el lujo, la desidia y otros vicios semejantes, fruto de la relajación de las costumbres, éstos sin duda abrirán las puertas de las ciudadelas a los enemigos. La mayor fortaleza, la más segura, la única invencible, es la que consiste en los corazones de los hombres, no en lo alto de los muros ni en lo profundo de los fosos.
»¿Cuáles fueron las tropas que nos presentaron en las orillas de Guadalete los godos españoles? ¡Cuán pronto, en proporción del número, fueron deshechos por nuestros abuelos, fuertes, austeros y atrevidos! ¡Cuán largo y triste tiempo el de su esclavitud! ¡Cuánta sangre derramada durante ocho siglos para reparar el daño que les hizo la afeminación, y para sacudir el yugo que jamás los hubiera oprimido, si hubiesen mantenido el rigor de las costumbres de sus antepasados!».
No esperaba el apologista del siglo en que nacimos estas razones, y mucho menos las siguientes, en que contraje todo lo dicho a su mismo país, continuando de este modo:
«Aunque todo esto no fuese así en varias partes de Europa, ¿puedes dudarlo respecto de la tuya? La decadencia de tu patria en este siglo es capaz de demostración con todo el rigor geométrico. ¿Hablas de población? Tienes diez millones escasos de almas, mitad del número de vasallos españoles que contaba Fernando el Católico. Esta disminución es evidente. Veo algunas pocas casas nuevas en Madrid y tal cual ciudad grande; pero sal por esas provincias y verás a lo menos dos terceras partes de casas caídas, sin esperanza de que una sola pueda algún día levantarse. Ciudad tienes en España que contó algún día quince mil familias, reducidas hoy a ochocientas. ¿Hablas de ciencias? En el siglo antepasado tu nación era la más docta de Europa, como la francesa en el pasado y la inglesa en el actual; pero hoy, del otro lado de los Pirineos, apenas se conocen los sabios que así se llaman por acá. ¿Hablas de agricultura? Ésta siempre sigue la proporción de la población. Infórmate de los ancianos del pueblo, y oirás lástimas. ¿Hablas de manufacturas? ¿Qué se han hecho las antiguas de Córdoba, Segovia y otras? Fueron famosas en el mundo, y ahora las que las han reemplazado están muy lejos de igualarlas en fama y mérito: se hallan muy en sus principios respecto a las de Francia e Inglaterra».
Me preparaba a proseguir por otros ramos, cuando se levantó muy sofocado el apologista, miró a todas partes y, viendo que nadie le sostenía, jugó como por distracción con los cascabeles de sus dos relojes, y se fue diciendo:
–No consiste en eso la cultura del siglo actual, su excelencia entre todos los pasados y venideros, y la felicidad mía y de mis contemporáneos. El punto está en que se come con más primor; los lacayos hablan de política; los maridos y los amantes no se desafían; y desde el sitio de Troya hasta el de Almeida, no se ha visto producción tan honrosa para el espíritu humano, tan útil para la sociedad y tan maravillosa en sus efectos como los polvos sampareille inventados por Mr. Friboleti en la calle de San Honorato de París.
–Dices muy bien –le repliqué–; y me levanté para ir a mis oraciones acostumbradas, añadiendo una, y muy fervorosa, para que el cielo aparte de mi patria los efectos de la cultura de este siglo, si consiste en lo que éste ponía su defensa.

Carta V
Del mismo al mismo 


He leído la toma de Méjico por los españoles y un extracto de los historiadores que han escrito las conquistas de esta nación en aquella remota parte del mundo que se llama América, y te aseguro que todo parece haberse ejecutado por arte mágica: descubrimiento, conquista, posesión, dominio son otras tantas maravillas.
Como los autores por los cuales he leído esta serie de prodigios son todos españoles, la imparcialidad que profeso pide también que lea lo escrito por los extranjeros. Luego sacaré una razón media entre lo que digan éstos y aquéllos, y creo que en ella podré fundar el dictamen más sano. Supuesto que la conquista y dominio de aquel medio mundo tuvieron y aún tienen tanto influjo sobre las costumbres de los españoles, que son ahora el objeto de mi especulación, la lectura de esta historia particular es un suplemento necesario al de la historia general de España, y clave precisa para la inteligencia de varias alteraciones sucedidas en el estado político y moral de esta nación. No entraré en la cuestión tan vulgar de saber si estas nuevas adquisiciones han sido útiles, inútiles o perjudiciales a España. No hay evento alguno en las cosas humanas que no pueda convertirse en daño o en provecho, según lo maneje la prudencia.



Carta VI
Del mismo al mismo 


El atraso de las ciencias en España en este siglo, ¿quién puede dudar que procede de la falta de protección que hallan sus profesores? Hay cochero en Madrid que gana trescientos pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre como se entregue a las ciencias, exceptuadas las de pane lucrando que son las únicas que dan de comer.
Los pocos que cultivan las otras, son como aventureros voluntarios de los ejércitos, que no llevan paga y se exponen más. Es un gusto oírles hablar de matemáticas, física moderna, historia natural, derecho de gentes, y antigüedades, y letras humanas, a veces con más recato que si hiciesen moneda falsa. Viven en la oscuridad y mueren como vivieron, tenidos por sabios superficiales en el concepto de los que saben poner setenta y siete silogismos seguidos sobre si los cielos son fluidos o sólidos.
Hablando pocos días ha con un sabio escolástico de los más condecorados en su carrera, le oí esta expresión, con motivo de haberse nombrado en la conversación a un sujeto excelente en matemáticas: «Sí, en su país se aplican muchos a esas cosillas, como matemáticas, lenguas orientales, física, derecho de gentes y otras semejantes».
Pero yo te aseguro, Ben–Beley, que si señalasen premios para los profesores, premios de honor, o de interés, o de ambos, ¿qué progresos no harían? Si hubiese siquiera quien los protegiese, se esmerarían sin más estímulo; pero no hay protectores.
Tan persuadido está mi amigo de esta verdad, que hablando de esto me dijo:
«En otros tiempos, allá cuando me imaginaba que era útil y glorioso dejar fama en el mundo, trabajé una obra sobre varias partes de la literatura que había cultivado, aunque con más amor que buen suceso. Quise que saliese bajo la sombra de algún poderoso, como es natural a todo autor principiante. Oí a un magnate decir que todos los autores eran locos; a otro, que las dedicatorias eran estafas; a otro, que renegaba del que inventó el papel; otro se burlaba de los hombres que se imaginaban saber algo; otro me insinuó que la obra que le sería más acepta, sería la letra de una tonadilla; otro me dijo que me viera con un criado suyo para tratar esta materia; otro ni me quiso hablar; otro ni me quiso responder; otro ni quiso escucharme; y de resultas de todo esto, tomé la determinación de dedicar el fruto de mis desvelos al mozo que traía el agua a casa. Su nombre era Domingo, su patria Galicia, su oficio ya está dicho: conque recogí todos estos preciosos materiales para formar la dedicatoria de esta obra».
Y al decir estas palabras, sacó de la cartera unos cuadernillos, púsose los anteojos, acercose a la luz y, después de haber ojeado, empezó a leer: «Dedicatoria a Domingo de Domingos, aguador decano de la fuente del Ave María». Detúvose mi amigo un poco, y me dijo: –¡Mira qué Mecenas! Prosiguió leyendo:
«Buen Domingo, arquea las cejas; ponte grave; tose; gargajea; toma un polvo con gravedad; bosteza con estrépito; tiéndete sobre este banco; empieza a roncar, mientras leo esta mi muy humilde, muy sincera y muy justa dedicatoria. ¿Qué? Te ríes y me dices que eres un pobre aguador, tonto, plebeyo y, por tanto, sujeto poco apto para proteger obras y autores. ¿Pues qué? ¿Te parece que para ser un Mecenas es preciso ser noble, rico y sabio? Mira, buen Domingo, a falta de otros tú eres excelente. ¿Quién me quitará que te llame, si quiero, más noble que Eneas, más guerrero que Alejandro, más rico que Creso, más hermoso que Narciso, más sabio que los siete de Grecia, y todos los mases que me vengan a la pluma? Nadie me lo puede impedir, sino la verdad; y ésta, has de saber que no ata las manos a los escritores, antes suelen ellos atacarla a ella, y cortarla las piernas, y sacarla los ojos, y taparla la boca. Admite, pues, este obsequio literario: sepa la posteridad que Domingo de Domingos, de inmemorial genealogía, aguador de las más famosas fuentes de Madrid, ha sido, es y será el único patrón, protector y favorecedor de esta obra.
«¡Generaciones futuras!, ¡familias de venideros siglos!, ¡gentes extrañas!, ¡naciones no conocidas!, ¡mundos aún no descubiertos! Venerad esta obra, no por su mérito, harto pequeño y trivial, sino por el sublime, ilustre, excelente, egregio, encumbrado y nunca bastantemente aplaudido nombre y título de mi Mecenas.
«¡Tú, monstruo horrendo, envidia, furia tan bien pintada por Ovidio, que sólo está mejor retratada en la cara de algunos amigos míos! Muerde con tus mismos negros dientes tus maldicientes y rabiosos labios, y tu ponzoñosa y escandalosa lengua; vuelva a tu pecho infernal la envenenada saliva que iba a dar horrorosos movimientos a tu maldiciente boca, más horrenda que la del infierno, pues ésta sólo es temible a los malvados y la tuya aún lo es más a los buenos.
»Perdona, Domingo, esta bocanada de cosas, que me inspira la alta dicha de tu favor. Pero ¿quién en la rueda de la fortuna no se envanece en lo alto de ella? ¿Quién no se hincha con el soplo lisonjero de la suerte? ¿Quién desde la cumbre de la prosperidad no se juzga superior a los que poco antes se hallaban en el mismo horizonte? Tú, tú mismo, a quien contemplo mayor que muchos héroes de los que no son aguadores, ¿no te sientes el corazón lleno de una noble presunción cuando llegas con tu cántaro a la fuente y todos te hacen lugar? ¡Con qué generoso fuego he visto brillar tus ojos cuando recibes este obsequio de tus compañeros, compañeros dignísimos, obsequio que tanto mereces por tus canas nacidas en subir y bajar las escaleras de mi casa y otras! ¡Ay de aquel que se resistiera! ¡Qué cantarazo llevara! Si todos se te rebelaran, a todos aterrarías con tu cántaro y puño, como Júpiter a los Gigantes con sus rayos y centellas. A los filósofos parecería exceso ridículo de orgullo esta amenaza (y la de otros héroes de esta clase); pero ¿quiénes son los filósofos? Unos hombres rectos y amantes de las ciencias, que quisieron hacer a todos los hombres odiar las necedades; que tienen la lengua unísona con el corazón y otras ridiculeces semejantes. Vuélvanse, pues, los filósofos a sus guardillas, y dejen rodar la bola del mundo por esos aires de Dios, de modo que a fuerza de dar vueltas se desvanezcan las pocas cabezas que aún se mantienen firmes y todo el mundo se convierta en un espacioso hospital de locos».


José Cadalso, Cartas Marruecas. Espasa Calpe, Colección Clásicos Castellanos. Madrid 1950. pags. 9-278.



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